Últimamente los focos de los expertos que estudian la pandemia apuntan a las células T. ¿Qué son y por qué son tan importantes?
Las células T son linfocitos, glóbulos blancos de la sangre que maduran en el timo, un órgano situado bajo el esternón. Se van desarrollando desde el nacimiento hasta los 25 años. Circulan por la sangre y linfa en forma de células T "naive" (se llaman así porque nunca han peleado contra un patógeno), siendo cada una de ellas específica contra un organismo infeccioso.
Cuando el organismo es atacado por primera vez por un patógeno, aparece primero una respuesta inmune innata. Si no basta para eliminar al patógeno, restos de este se acumulan en los nódulos linfáticos y el bazo. No queda ahí la cosa, porque estos restos activan a células T "naive" del sistema inmune adaptativo, que llegan a través de la linfa y lo reconocen. Al activarse, de inmediato se convierten en células T "efectoras". Y empiezan la pelea.
Lo interesante del asunto es que, una vez que han eliminado al patógeno, la mayoría de las células efectoras mueren. Pero algunas se transforman en células T "de memoria" y persisten en el organismo. Las células T de memoria, si se generan, son capaces de migrar a los órganos del cuerpo y alojarse allí por largo tiempo ( células T de memoria "residentes"), además de circular por linfa y sangre.
La ventaja es que, si al mismo patógeno se le ocurre atacar por segunda vez al organismo, las células T residentes inmediatamente montan una respuesta inmune, avisan al sistema inmune innato y se comienza la producción de anticuerpos.
En este caso, el proceso de eliminación del patógeno, si el organismo tiene buena memoria de una infección anterior, es mucho más rápido y suele durar como mucho 7 días (frente a 14 en el primer “ataque”). La razón es que ya no se necesita comenzar por la respuesta innata. Además, las de memoria no necesitan pasar por los nódulos linfáticos ni por el bazo, sino que pueden responder de inmediato. Por eso, una vacuna ideal debería generar células T de memoria, además de anticuerpos.
Para saber si alguien tiene o ha tenido la enfermedad COVID-19 se utilizan dos métodos, PCR y test serológicos, que detectan material genético del virus y anticuerpos, respectivamente. En el caso de COVID-19, como los anticuerpos declinan rápido, serían a día de hoy las mejores candidatas para hablar de una protección duradera.
Realizar una PCR o un test serológico es sencillo y se puede hacer fuera de un hospital. Sin embargo, una prueba de detección de células T específicas para un patógeno es complicada, más cara. Es más, hasta el momento solo se realiza en centros de investigación y hospitales.
Esto complica la situación pues surge la duda de si las personas que han pasado la enfermedad y han perdido los anticuerpos (o incluso nunca los han llegado a tener) pueden presentar inmunidad contra el virus en forma de células T de memoria. Por ejemplo, se ha demostrado que las células T de memoria de anteriores resfriados pueden reaccionar contra el virus SARS-CoV-2. También existen ejemplos de personas que han sido infectadas y no presentan anticuerpos. Como resultado, en los ensayos de vacunas contra COVID-19 cada vez se presta más atención a las células T.
Hay dos razones importantes para estudiar las células T en ensayos de vacunas. La primera, como hemos explicado, para ver si existe memoria duradera. La segunda, para asegurarse de que la vacuna no producirá efectos perniciosos. En este aspecto, estas originan dos tipos de respuesta: Th1 (que no tiene efectos contraproducentes) y Th2 (que sí los puede producir al inducir respuesta inflamatoria exarcebada, según se ha visto con anteriores virus respiratorios).
La presencia y el tipo de respuesta que producen se estudia analizando en sangre los niveles de las sustancias defensoras que segregan. A saber: interferón gamma (IFN-gamma) e interleuquina 2 (IL-2), en el caso de la respuesta Th1; y las interleuquinas IL-4, IL-5 e IL-13, en el caso de la respuesta Th2.
Las vacunas serán más efectivas si, además de provocar la fabricación de anticuerpos (respuesta humoral), son capaces de aumentar los niveles de nuestras células T que desarrollan memoria (respuesta celular). En la tabla siguiente se detalla la detección de las células T en los ensayos en fase preclínica (macacos) y en las sucesivas fases clínicas de las vacunas en desarrollo contra COVID-19.
La conclusión es que no basta con estudiar los niveles de anticuerpos para saber si una persona es inmune al virus. También hay que estudiar si reaccionan contra este de forma efectiva y duradera, es decir si tiene de memoria. Por tanto, merecería la pena diseñar un sistema más sencillo para estudiar las células T de personas que se piensa pueden haber pasado la enfermedad pero no presentan anticuerpos.
Respecto a vacunas, sabemos que en ensayos con macacos vacunados contra COVID-19 se observan específicas del virus hasta 4 semanas después de ser infectados con este. El dato es alentador, ya que da cuenta de su efectividad. Pero a partir de ahora será importante comprobar también si esas células permanecen tras 6 meses o un año.
Realizar estos mismos estudios en fases clínicas llevará más tiempo. Pero si son positivos, podremos pensar que en humanos estas vacunas van a generar una respuesta inmune duradera, independientemente de los niveles de anticuerpos, gracias a la presencia de ellas.
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