Yo era entonces un joven soñador, joven, pero no tanto, esbozando madurez; un joven cuyo corazón siempre latía al ritmo del mar. Desde pequeño, yo encontraba tranquilidad y paz cerca de aquellas playas. El sonido de las olas agitadas y el aroma a salitre me transportaban a otro mundo, donde podía escapar de mis preocupaciones y perderme entre los recuerdos.
Ya adulto, decidí trasladarme allí, al mar, a Águilas. En parte motivos de trabajo, también próximos al mar, y en parte porque sí. Allí me establecí… Sin pensarlo mucho, entre ilusionado e indeciso. La estancia se alargó dos años, años de paz turbulenta. La soledad acogedora y fría de los inviernos. El regocijo caluroso del verano, henchido de bullicio. Tiempos de soledad y compañía. El mar que abrazaba. La roca de “El Aguilica” rasgando el cielo con suavidad de terciopelo azul. El antiguo castillo vigilándome impasible desde lo alto…
Cada tarde, caminaba por el paseo marítimo. Las gaviotas graznaban juguetonas sobre mi cabeza, acompañándome en mis pensamientos.
Con cada paso, iba recuperando fragmentos de viejas memorias. Recordaba los veranos felices de mi infancia, cuando construía castillos de arena y nadaba sin rumbo fijo por horas interminables. También rememoraba los momentos de tristeza que había enfrentado cerca o lejos del mar; desilusiones que habían dejado cicatrices emocionales en mi ser.
Sin embargo, ese mar siempre representaba esperanza y renovación. Era testigo silencioso de sueños y anhelos. En aquellos paseos diarios, sentía como si el océano me extendiera una mano invisible para guiarme hacia nuevas aventuras. La “Colonia”. La bonita plaza del ayuntamiento, con su fuente y sus árboles centenarios de grueso tronco…
El tiempo pasó rápidamente y un día me despedí. Pero no del todo.
Dos años viví en el mar…