La tarde había caído lenta e inexorablemente sobre la playa, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y púrpuras. Antonio y Adair, amigos de toda la vida, habían decidido escapar de la rutina y aventurarse a pescar en su viejo bote de remos. Era una tradición que mantenían desde la rebelde adolescencia, un momento para desconectar del voraz mundo real. Aquella tarde se tornaría en una experiencia que jamás olvidarían, una mezcla infernal de recuerdos y locura. Ellos lo ignoraban, como tantas cosas, por desgracia y por fortuna.
El bote, cansado por el paso del tiempo, se mecía suavemente en las aguas saladas. Antonio se sentó en la proa, mientras Adair se acomodaba en la parte trasera, asegurándose de que todo estuviera listo para su jornada de pesca. Al principio, las risas y las bromas llovían como la brisa fresca que soplaba desde la orilla. Recordaron otros tiempos.
Sin embargo, a medida que el sol comenzaba a ocultarse para ceder paso a una incipiente oscuridad, el ambiente cambió. Las nubes comenzaron a formar un manto gris sobre el mar y un viento helado empezó a soplar con fuerza. La risa pronto se convirtió en silencio nervioso. Antonio miró a Adair con preocupación. “No parece que vaya a ser una buena tarde para pescar”, dijo, pero el otro joven estaba decidido a sacar algún trofeo del agua.
De repente, un trueno retumbó por el cielo, como si el mismo mar estuviera protestando contra su presencia. Las olas comenzaron a agitarse, arremetiendo contra los costados del bote. En un instante, la calma se convirtió en caos. Antonio intentó remar hacia la orilla, pero el viento era implacable. El agua comenzó a inundar el bote, y antes de que pudieran reaccionar, un golpe violento hizo que el barco volcara.
Ambos cayeron al agua fría y oscura. Antonio luchó por salir a la superficie mientras veía cómo Adair desaparecía bajo las olas. La desesperación lo invadió; gritó su nombre una y otra vez, pero solo encontró silencio. La locura lo embriagó. “¡Adair!”, gritó con todas sus fuerzas.
El tiempo pareció detenerse mientras él nadaba desesperadamente en medio del caos. Cada burbuja que ascendía era un recuerdo compartido con su amigo: risas, secretos compartidos al caer la noche, sueños construidos en conjunto. El pánico invadió su pecho al imaginarlo atrapado bajo el agua helada.
Finalmente, casi sin aliento y con los músculos doloridos, Antonio logró salir a la superficie nuevamente. Miró alrededor y vio que la tormenta comenzaba a calmarse. Sin embargo, no había señales del otro joven. Con lágrimas en los ojos y un dolor profundo en su corazón, decidió buscarlo entre las aguas tranquilas que ahora comenzaban a reflejar nuevamente el cielo.
Después de lo que pareció una eternidad, Antonio sintió un tirón en su pie; era Adair atrapado en un lecho fatal de algas, con los brazos en cruz. Con un último esfuerzo sobrehumano, Antonio logró liberarlo y ambos emergieron al mismo tiempo. Pero ya era demasiado tarde; Adair no respiraba.
La tragedia se apoderó del interior de Antonio cuando arrastró a su amigo hacia la orilla. La lluvia comenzó a caer nuevamente como si el cielo llorara por ellos. En ese momento comprendió que la locura no solo habitaba en lo desconocido del mar, sino también en la fragilidad de sus propios recuerdos.
Poco después, Antonio desapareció. Alguien dijo verlo en la playa o en la entrada de algún templo. Con barba, desgarbado, delgado y con la mirada perdida. Quizás sea cierto, quizás no.