Con la venia de Melchor, Gaspar y Baltasar: Los auténticos reyes son los hijos. Desde que son concebidos reinan en el corazón de papá y mamá, extendiendo su soberanía sobre abuelos, tíos y demás familia, amén de amigos, vecinos y conocidos.
Todo gira en torno al rey de la casa, en una vorágine que amalgama la ilusión y alegría de la espera gozosa con los mil avatares del día a día, y en los padres primerizos, con las innumerables consultas ante lo desconocido y la adquisición del ajuar del bebé hasta límites increíbles de minuciosidad.
Llegado el día del nacimiento, esta personita –que en su día todos fuimos- se convierte en un pequeño déspota, dueño del día y la noche de sus progenitores, atentos al menor balbuceo para acatar las inesperadas órdenes de su impaciente señor. De buena gana, pero un tanto asustados, ante lo que muchas veces parece superarles, papá y mamá se convierten en los más fieles y agotados vasallos.
Menos mal que existen los abuelos para aportar su ciencia, experiencia y sensatez a la hora de aprender a ser buenos padres. Claro que… aunque sus hijos comiencen a peinar canas, siguen –por los siglos de los siglos…- siendo los reyes de la casa.
El tiempo pasa, crecen, se van y regresan, de cuando en cuando, con alma corazón y vida al hogar, dulce hogar de sus mayores. La cuestión es hacer familia, aportando cada cual su propio caudal de cariño, enriquecido por las mismas circunstancias de la existencia que nos enseña magistralmente a saber querer de verdad.
Por eso hoy quiero agradecer a los Reyes Magos de Oriente que siguieran a la estrella y llegaran hasta el portal de Belén para postrarse ante el Niño Dios y adorarle más que con oro, incienso y mirra, con todo lo que eran y tenían.
Hace tiempo que no les escribo una carta para pedir mis regalos porque quiero que lleven el mejor a todo el mundo. Ellos son sabios. Cuando redacto este artículo todavía no han llegado a nuestros pueblos y ciudades, pero la Luz de Navidad nos ha mostrado la grandeza y sencillez del Amor de Dios hecho Niño, al alcance de grandes y pequeños, ricos y pobres, sabios e ignorantes.
Junto a La Sagrada Familia se aprende a querer. La Virgen y San José sabían que además su hijo era el Rey de reyes. Queridos Melchor, Gaspar y Baltasar: agradezco todo lo que me vais a traer, siempre sois muy generosos, pero hoy quiero deciros que el mejor regalo que he recibido en mi vida es ser madre de siete hijos. No os enfadéis conmigo porque para mí – como para todas las madres-, ellos son los auténticos reyes.
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